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Imposible de dejar la cabritud

febrero 10, 2020TwoPrincess


-Romina de Tokio-

Recuerdo los muchos episodios donde mi progenitora me dejó claro que si ella hubiera tenido el poder de hacerme mudo, invisible, no hubiese dudado un segundo en hacerlo. “¿Tienes que ser tan escandaloso?” Fue su pregunta un 14 de febrero tres años atrás, si bien recuerdo. “Pero es que, te van a ver…” Ello hace cinco años, en el marco de un viaje en que al parecer me iba a poner ‘en evidencia’ frente a sus amigos de infancia. ¿Acaso ya no lo sabían? Estas situaciones, entre otras obviamente, han sido y son una constante en la vida de muchas(os) que tenemos que lidiar con una mariconitud innata, la que es imposible esconder, la que es como tener un cuerpo ‘con luces de neón que se lee a kilómetros’. Sin duda, esta característica ha sido un aprecio, un regalo, un don, pero también una maldición, dependiendo de la circunstancia, y de la que también hemos aprendido a sacar provecho.

Por ejemplo, entre las situaciones desfavorables, casi perdí mi primer trabajo, y digo casi pues mis colegas de impronta feminista tuvieron que abogar por mí, aunque igual me botaron a los 4 meses. El motivo, era que el hecho de ser obviamente cabro, donde incluso no hubo necesidad de salir del clóset, no mencioné absolutamente nada acerca de ello, por la sencilla razón que no consideraba importante mencionarlo, en realidad no debiera serlo para nadie. Al menos en ese espacio laboral, me fue insignificante. En los siguientes trabajos felizmente he podido desempeñarme sin problema, salvo uno de carácter internacional en el cual si sentí el desdén, pero más bien por no ser blanca, no tener una pareja estable, es decir, no había tolerancia al derecho de ser puta, y feliz principalmente. Siempre las putas deben parecer o ser tristes, desgraciadas, infelices, y por su supuesto, motivo  de repudio.

Frente a ello, en términos generales, mal que bien he podido capear la situación, además ayudó que muchos años trabajé temas de salud comunitaria, específicamente proyecto relacionado con VIH, por lo que ya hubiese sido un escándalo haberme obligado meterme en el clóset, aunque sí hubo una oportunidad en que una médico me invocó a que sea menos escandalosa. Ella casi pierde su trabajo y tuvo que disculparse. Era guapa, pero una babosa, que además no sabía nada de intervenciones comunitarias. Podría decir que a la fecha, laboralmente ya no escondo nada, ni mi posición política que va de la mano con la cabritud con la que vine al mundo. Sí señores, ¡Hay que políticamente maricón en este país! De otra forma estaríamos poniéndonos la soga al cuello nosotras mismas. Sin embargo, en mi caso particular sí debo confesar que ello es un privilegio, pues ser maricón en el centro laboral donde además ello es respetado sin sentir intimidación, miedo, vergüenza, no es lamentablemente una situación de disfrute para todas las colegas maricas en el país. En muchas situaciones otras colegas no pueden expresarse libremente, y ello es condenable.

Regresando al párrafo de inicio, entre las cosas a favor –al menos es la satisfacción con la que he decidido interpretarlo- la pluma ha constituido más bien un imán para ligar con ‘cierto’ tipo de hombres. De plano, no me ha servido mucho para con otros gays, además he podido sobrevivir –y con mucho placer- de dicha escasez, principalmente en estos tiempo actuales en que la híper masculinidad se encuentra sobre valorada entre los aplicativos de ligue, y la feminidad se encuentra tan desvalorada, más aún en cuerpos o existencias ‘masculinas’. Además, lo mío siempre ha sido el cotidiano, la interacción directa. Esas diversas experiencias inter personales me ha ayudado a entender y aceptar que lo mío es lidiar con los toros, desde mi feminidad maricona, desde mi escándalo, desde mis plumas de colores que adornan mi existencia de cabro. Ahora, esto tampoco no es color de rosa, quienes poseemos esta experiencia compartida sabemos que trae sus costos, sus espinas y sus asuntos colaterales, pero ello sin duda es motivo para una siguiente nota. Nada es gratuito con total benevolencia.
Recuerdo una vez en Zorritos, estaba con un grupo de amigos heteros todos, y luego del respectivo almuerzo, decidí que era la hora de hacer lo mío. Avisé que regresaba luego y salí con dirección hacia el bar del pueblo. Conchudamente y con el valor de dos tragos previos encima entré y me senté en la mesa que se encontraba libre, llamando inmediatamente a la chica del mostrador que me trajera una cerveza bien helada. Habían varias mesas ocupadas, grupos de a dos a más pescadores, ya muchos entrados en tragos, riendo y pasándola bien, como corresponde luego de una faena de pesca. De una mesa empezaron a llamarme, es decir, habían entendido el mensaje, pues previamente en el trámite de ubicar una mesa sentí que todas las miradas se enfocaron en mi presencia, ¿se habrán dado cuenta? ¡Ingenua! No hice caso, pues ya había visto otra mesa con mejores candidatos. En ella logré sentarme previa correspondiente invitación claro está, una señal de salud con el vaso y un gesto amable con la cabeza y la mirada pícara infaltable. Todo se desarrollaba como ya había aprendido en las tantas incursiones en el norte amado. Esa tarde estuve entre unos quince hombres pescadores, todos solteros menos uno, un joven muy guapo, con el cual los otros estaban intentando comprometerme, previo claro –como dice mi amiga Andrea- la validación correspondiente de la maricona. Mi rosquetud era visible, era mi cuerpo, mi voz, mis gestos, mis maneras, mi conversación, era yo. El padre del joven estaba en la mesa, los demás hicieron una especie de reunión comunal en que empezaron a abogar por mí para convencer a aquél, que en inicio dijo “yo quiero una mujer para mi hijo, quiero nietos”. “Pero tú hijo va a ser feliz, es lo importante, ella es profesional”, argumentaban los del grupo. Me preguntaron, “¿vas a hacerlo feliz?”, “claro que sí”, respondí, respuesta que automáticamente remitieron al padre que estaba totalmente acontecido, para que al final sentenciara “que decida mi hijo, sí el será feliz, no tengo problema”. Fue una tarde maravillosa cerca al mar, pero que al final del día el compromiso no se concentró con el joven, sino con el padrino, entre los botes pesqueros y el tenue azul de la noche.

De igual manera, en el año 2012 me encontraba en un viaje por India, estaba en Jaiselmer, la ciudad dorada. Llegué a mi hotelito por la noche. El dueño me mostró los distintos ambientes comunes, que incluía una sala de proyección de películas en la azotea. Al abrir la puerta saludé algunas personas que se encontraban dentro. Divisé una sonrisa pícara que al cabo de los siguientes diez minutos salió en mi búsqueda para presentarse. Se llamaba Feroz Khan, reí y entendió, pues ya le habían hecho saber el significado fonético de su nombre. En la azotea mandó a pedir ron, sí, ron en una región musulmana, él tampoco era un hombre de fe, así que yo terminé mandando la segunda. Me tenía abrazado, me miraba y me mandaba indirectas. Sin duda –pensé- fue pulsión inevitable de la mariconidad que observó, leyó e interpretó. Al comienzo sentí temor, pues era una zona donde ello se castiga, pero luego que puso su brazo sobre mi hombro y me dijo “aquí no hay problema, todos somos de mente abierta”, me relajé, además ya estábamos en la segunda ‘chata’ de ron puro. El dueño –casado además con una mujer inglesa que también me la presentaron- estuvo todo el tiempo presente y me afirmó que estaba seguro allí, entendí entonces que la conquista venía con estrategia de soporte masculina. Esa noche Feroz me explicó que era un hombre del desierto del Thar, nómade y que me llevaría a un campamento para observar la luna, que sería una gran aventura, la cual acepté y que ya al ir acabando la segunda botellita me dijo si podía invitarlo a mi habitación, con una frescura y seguridad tales que me transportó es anoche a mi norte peruano amado, solo que a miles de kilómetros de distancia. Esa noche Feroz fue al grano, no besos, no caricias, pues argumentaba que no era ‘occidental’, ¿habrá pensado que con eso se volvería marica? Esas palabras siempre me retumban por su significación en medio de los previos a la fornicación, la cual además no fue prolongada, pero trajo cola, pues los dos muchachos de la cocina se habían percatado de la diligencia, por lo que uno a uno tocaron mi puerta, y a los que no pude negar de un poco de generosidad peruana.

En estas dos ocasiones, sin duda alguna me jugó en favor, para acceder al placer, a un tipo de hombres como he mencionado anteriormente. Mi cuerpo y su connotación rosqueteril ha sido como un detonante de otras pulsiones, la de ellos, las que en combinación con la mía han impulsado estructuras liminales de placer, emocionales y físicas, y que en pulsión colectiva con la de otras(os) han elevado hasta espacios para mortificar a la sociedad: saunas, cantinas, cuartos oscuros, etc. Hay para todos y para todo.
¿Cómo entonces pretende mi progenitora a querer arrancarme de mí mismo, sacarme la piel para no expresar y sentir nada de lo que mi realidad me ha brindado? Incluido lo bueno, lo malo, lo feo, lo anecdótico, curioso, intenso, sorprendente, miserable, engañoso. Eso existe, y ellas jamás podrán apartarnos de eso, total, hay que vivirlo todo.
Entonces ¿Cómo ha sido mi relación con mi mariconitud? Pues, contradictoria, diría hasta irónica, por un lado divertido y por otra amargo, esta última no por decisión personal, sino por consecuencia societal. Sin embargo, dicha amargura ya está descartada por completo, sería una condena tener que aparentar o regresar al clóset para evitarme futuros tormentos, ello es un asunto no negociable, que por nada del mundo pudiera ocurrir en mi existencia. O, salvo que me encuentre -como en una oportunidad- secuestrada por el ejército del Ayatollah, del cual podría hablar en otra oportunidad. O –como ocurre con las sorpresas- quizás hasta incluso podría terminar brindando servicio sexual gratuito a todo el batallón, una nunca sabe. Habría que intentar. Ay, extraño Beirut. 


Fuente de imagen: Ana Paula Flores

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