“Pour ne
pas vivre seul
On vit avec un chien On vie avec des roses ou avec une croix Pour ne pas vivre seul On's fait du cinéma On aime un souvenir une ombre, n'importe quoi… |
“Para no vivir solos
Vivimos con un perro
Vivimos con rosas
O con una cruz.
Para no vivir solos
Hacemos películas
Amamos un recuerdo
Una sombra, no importa
cual”.
|
Autor: Romina de las Mercedes Álvarez-
Calderón y Osma de Berckemeyer
En la década de los 60’s la grandiosa
Dalida cantaba:
¿Por qué inicié citando a la maravillosa Dalida? Pues por su
última frase, que más bien podría sonar a maldición dentro de nuestra
comunidad. Un perro, una sombra, ¿un hombre?, pero… ¿No importa cuál? Pues
muchas sabemos lo que ello implica, pues recuerdo que siempre se hablaba de lo
peligroso de las relaciones entre miembros de las organizaciones comunitarias y
más aún cuando una le quitaba el novio, el marido o el punto a la otra. Se
armaba el fin del mundo, y las amistades de años se hacían añicos. Entonces,
podría decirse que el sexo y la lucha comunitaria no pueden ir de la mano,
¿podría ser una afirmación? Sería atrevido mencionar que entre el sexo y la
defensa de derechos existe una brecha imposible de saldar y que ambas
dimensiones son irreconciliables.
Por otro lado, la homofobia es un asunto que me ha tocado a mí y
otros colegas enfrentar cada día, y en diversos espacios. Desde el propio
núcleo familiar, pasando por el colegio, la universidad, y los diferentes
puestos de trabajo (unos más encubiertos que otros, y algunos con consecuencias
nefastas como el despido) y espacios sociales. Esta relación con la homofobia
ha sido una constante en mi biografía, por lo que los mecanismos para
enfrentarla han sido muchos y diferentes de acuerdo a los espacios y sus
momentos, pero el común denominador fue la resistencia y la visibilidad.
Autodenominarme como “escandalosa” siempre ha sido mi herramienta particular
para enfrentar la miradas, los gestos y las palabras de desaprobación,
“mostrarme” era para mí una decisión personal y política, no importando a quién
tenía en frente, sobretodo en espacios netamente machistas y homofóbicos como
la academia y espacios laborales. Recuerdo que autodenominarme “puta y
escandalosa” perturbaba a mis pulcros colegas de cierta organización
internacional, y felizmente no a todos, pero aquellos siempre unos pocos,
siempre muy contados. Sin embargo, qué divertido era ver las caras de esas
mujeres divorciadas, moralistas, socialmente hipócritas e infelices cuando decía
“los hombres casados son los más ricos
porque no dan mucho problema”. Era mi forma de contaminar aquellos espacios
tóxicamente heteronormativo y aséptico, nunca los he soportado y me parecen tan
castrantes.
En relación a esos espacios, hace unos años atrás decidí no
frecuentar ni relacionarme con alguna gente, entre ellos ex compañeros del
colegio. Algunas amigas me insistieron e insisten que el colegio era una
amistad para toda la vida... Yo no creo en ello y hasta me parece un dogma o
principio atroz. A algunas no les hablo por principios y curioso ahora al
pensar que justamente les quite el habla a una homofobica, a una fanática
católica y a una funcionaria de banco que cree que ofertar productos
crediticios a personas de sectores B y C o de Mype es inclusión y desarrollo per se. Incluso estos espacios empezaron
a convertirse en lugares de conversación de asuntos de niños, nanas, sus
colegios, entre otros, temas netamente ligados a la vida heteronormativa. Igual
intentaba contaminarlos, metía harta dinamita marica y rosqueta, pero llegaron
a pedirme que debía de controlarme o que tuviera cuidado frente a sus hijos,
pues las reuniones ya empezaron a convertirse a espacios para ellos también, a
lo que oponía tajantemente. Incluso ya no era partícipe de algunas reuniones, o
en algunas se daba la advertencia que debía de “comportarme”. Obviamente evalúe
y corté toda relación con ello, no tenía el motivo ni la obligación de la
autocensura.
Empecé a comprender que dicha situación sería casi una constante
en los diferentes espacios heteronormativos, y lo asumí como tal y hasta como
una lucha personal; pero, qué ocurría en los espacios entre mis colegas
maricas, las locas de siempre y las de vez en cuando. ¿Era diferente o
terriblemente lo mismo?
Conocí acerca de la homofobia
interiorizada por un artículo publicado en una revista mexicana dirigida a
población gay, pero fue la experiencia personal la que me hizo entender acerca
de ella. Ello también me llevó a preguntarme acerca ¿Por qué nos odiamos los
cabros? La existencia del veneno, y la clásica y casi ‘natural’ tendencia a
destruir al otro me hacían pensar en la posibilidad e imposibilidad de
relaciones de amistad, solidaridad y comunidad.
Justamente, las maricas que perdí
fue creo por romper con esa tradición y esa
tendencia, esa ancla que me ataba a tener que soportar este veneno, esa
homofobia interiorizada.
Me encontraba una noche en una conocida discoteca del centro de
Lima, no estaba solo, sino con un colega, compañero de lucha LTGBI, hermana de
años de luchas. Siempre hemos sido –y creo somos hasta ahora- una perras,
siempre nos hemos autonombrado como putas, pero las de verdad, no de esas que
lo mencionan solo por la tendencia activista, esas pobres cojudas de ONG que
salen con sus pancartas a decirse que son rucas, pero que de ruca no tienen
nada, pues se avergüenzan de agarrar una pinga en el baño de una disco o del
bar, o de incluso seducir al pata de la barra, pobres huevonas tendry. No, no, nosotras hemos sido y
somos una rucas de verdad, siempre al acecho, siempre seduciendo, siempre
ligando. Pero, ¿existen límites en ello?
Esa noche nos encontramos con su ex amante, quien estaba con otro
amigo ebrio. Este último me invitó a bailar, pero lo perra no me dio, pues a su
ebriedad le dije que no, y a lo que mi colega me reprochó. No me importó. Mi
colega si tenía planes de cargarse a los dos. Al rato, mientras conversaba con
otra colega a la que encontré, veo que el ebrio hetero confundido o hetero
curioso se quiere aventar sobre mí, intentaba golpearme, teniendo en su mano la
botella de cerveza. Logré esquivarlo y de lo borracho se fue al suelo. La
seguridad, el DJ y la segunda colega reaccionaron para atenderme, el vigilante
lo cogió del cuello para inmediatamente sacarlo, preguntándome primero si me encontraba
bien. Sí me encontraba bien felizmente, pero le dije con voz alta: “saca a este
malandrín por favor”. A lo que se sumaron las demás colegas, algunas que ni
conocía, pero que se voltearon a recibir la cerveza en sus espaldas y comprobar
que sucedió y que me encontraba bien, las que mostraron una solidaridad mínima.
Sin embargo, para mi sorpresa, mi colega hermana ni se inmutó por
lo que acababa de suceder, sino más bien acudió a ver al malandrín e impedir
que lo echaran del antro. Pidió, habló, intermedió, rogó y creo hasta imploró
que no se lo llevaran. Ni el ex amante de mi colega ya ex hermana intermedió
por el borracho faltoso, claro, pues sabía que su amigo la había recontra
fregado, y era su amigo claro estaba, pero mi colega ex hermana esa noche, en
esas dos horas se había convertido en más amiga que de él.
Esperé 5, 10, 15, 20 minutos y mi colega ex hermana no regresaba a
siquiera preguntarme cómo estaba. La otra colega, que se había quedado a mi
lado, me confirmó lo que estaba pensando… “Todo
por un marido, todo por un miembro”. Me costaba creer que ello marcaría la
diferencia entre la amistad y la indiferencia. Un hombre y la calentura podía
más a que a la amiga le saquen la mugre. La amiga, la marica, el cabro, el
rosquete, al final no vale nada y claro su homofobia interiorizada terminaba
por sellar el destino de la loca. Que le saquen la mierda, por maricona. Al fin
y al cabo, no vale nada. La homofobia ganó su espacio y quedé convencido que de
alguna manera: nos odiamos los cabros!
Dalida, al final de cuentas cantaba un epitafio para las maricas,
“para no vivir solas, vivimos con un perro, con una sombra, no importa cuál”.
Para no vivir solas, dejamos de vivir con las amigas, con las hermanas. Para no
vivir solas, al final terminamos por vivir solas.
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